La evaluación es un elemento fundamental en todo plan, programa o
proyecto que, apropiadamente realizado, permite conocer el grado en que se alcanzaron
los objetivos, metas y entregables establecidos y, además, revelar la calidad
del proceso realizado por los actores dentro de las limitantes de las
situaciones existentes. En el campo educativo, la evaluación ha de permitir que
los sujetos perciban no sólo si poseen los conocimientos y valores para
comprender la realidad, sino también si ejercen su papel como ciudadanos
éticos, responsables y solidarios.
Fabiola Cabra-Torres, profesora
asociada del Departamento de Formación de la Facultad de Educación, Pontificia
Universidad Javeriana de Bogotá, Colombia, escribió sobre la “Evaluación y
formación para la ciudadanía: una relación necesaria”, en la Revista
Iberoamericana de Educación, Número 64 Enero-Abril 2014. Expone las relaciones
entre evaluación y formación para la ciudadanía en el marco de las
instituciones educativas. Se identifican la rendición de cuentas y la gestión
de calidad como los discursos predominantes en las últimas décadas, y se
observa cómo, en menor medida, en la práctica se promueve una comprensión de la
evaluación como actividad valorativa comprometida con el fortalecimiento del
ejercicio de la formación en valores democráticos.
A partir del concepto de
evaluación como práctica social y práctica educativa de carácter ético y
político, la autora plantea tres maneras de promover la formación de
ciudadanos: la comunicación ética y crítica de la evaluación como capacidad
orientada a la apertura, diálogo, negociación y discusión sobre los resultados
al interior de las comunidades educativas y de investigadores; la evaluación
desde el punto de vista de una ética de la diversidad en la que la inclusión y
la diferencia se proyectan como valores democráticos; y por último, la
consolidación de una cultura política y del empoderamiento de los sujetos a
través de la evaluación.
En un sentido amplio, la
evaluación es una práctica social, y en un sentido más específico, es una
práctica educativa, establece la autora. Dicha postura ante la evaluación
implica analizar su papel en la sociedad y el rol de los evaluadores,
entendidos estos como sujetos morales que toman decisiones en contextos
complejos y diversos, cuya actividad tiene consecuencias significativas en
otros sujetos, en programas e instituciones sociales, ya sea generando
posibilidades de empoderamiento o de exclusión. Definir el propósito de la
evaluación en relación con la ciudadanía implica asumir valores de
responsabilidad cívica esenciales para formar ciudadanos que se reconozcan
democráticamente. No obstante, ha predominado un sentido de la evaluación como
herramienta de la calidad y tecnología de la gestión para el mejoramiento de
los programas, despojada, en gran parte, de su naturaleza cualitativa,
hermenéutica y deliberativa. Así, por ejemplo, la evaluación de un profesor se
ha reducido a las encuestas de satisfacción que responden los estudiantes en
calidad de clientes –asimismo al número de clases, de artículos publicados, de
patentes producidas y de proyectos en los que debe rendir cuentas de productos
con valor de uso–, y es bien sabido que en estos procesos el estudiante no es
evaluador sino que solo provee información a los evaluadores.
Existe otro modo de
entender los procesos evaluativos en relación con valores cívicos, el
desarrollo humano y los efectos sociales de la acción educativa, que le exigen
al evaluador afrontar su rol desde una perspectiva constructiva y crítica y
como acto de conciencia, señala la autora. En este caso, la evaluación es una
instancia de aprendizajes éticos y políticos, lo que a su vez implica que en
ella se aprende y que uno se involucra en una suerte de experiencia
participante con significado ético y político. En este posicionamiento se asume
que en la evaluación tienen lugar una suerte de aprendizajes sociales diversos
que, con frecuencia, no son visibles por el énfasis concedido a las evidencias
basadas en los resultados medibles de indicadores.
El uso de la información
y la comunicación crítica de las evaluaciones conlleva un ejercicio
interpretativo profundo en el cual lo fundamental no es el dato estadístico
sino la interpretación cualitativa de la información, cuya potencialidad
consiste en abrir perspectivas al diálogo y discusión, señala la autora. De
modo que un sistema de evaluación externa no debería radicalizar una visión de
la calidad de la educación y, en cambio, la autonomía pedagógica de una
institución educativa debería fortalecerse para explicitar y problematizar los
resultados de la evaluación, tanto externa como interna, generando comprensiones
y explicaciones, si se quiere, mediante etnografías institucionales de las
culturas locales, para dar cuenta de la incidencia de valores, tradiciones,
prácticas y tejidos relacionales en la construcción de los resultados de la
evaluación. Esto, porque gran parte de las comparaciones en los resultados y de
logro educativo se hacen entre naciones que han dotado de recursos, dignidad y
desarrollo profesional a la labor del profesor −como en el caso renombrado del
sistema finlandés−, y países en los que la desprofesionalización del docente se
agudiza por las situaciones de inseguridad, violencia, escasa retribución
salarial y saturación de tareas.
Cuando se trata de hacer
que una práctica educativa, en este caso la evaluación, se ciña a las demandas
del mercado, ocurre un cierre semántico de los sentidos posibles y alternativos
de esa práctica formativa, indica la autora. Existe la tendencia a darle un
carácter totalizador a las prácticas evaluativas que reproducen la cultura
empresarial en los sistemas educativos, como son algunas de las
interpretaciones estrictamente mecanicistas de los enfoques basados en
competencias, que tienen consecuencias tanto en la identidad del sujeto que
aprende como en la concepción de conocimiento válido. Los sistemas evaluativos
cada vez más técnicos y menos humanistas no ayudan a formar personas y
profesionales capaces de resolver sus discrepancias haciendo uso del diálogo,
la reflexión y el pensamiento; de modo que si se libera la educación de la
lógica de mercado y se la piensa como proceso de formación de ciudadanos, queda
abierta al horizonte de la formación en valores y a las competencias ciudadanas.
Desde la profesión docente,
propone la autora, empoderar implica acompañar a los estudiantes para ser
política y socialmente conscientes, y esto es posible desde la evaluación como
aprendizaje político, y al considerar el aula como uno de los contextos
culturales más privilegiados para experimentar formas alternativas democráticas
de convivencia escolar, donde la evaluación, en tanto práctica educativa, se
tiene que reinventar para dar lugar a nuevas expresiones de subjetividad ética
y política acordes con las complejas relaciones ciudadanas globales en las que
se insertan hoy la niñez y la juventud.
En Morelos, debemos lograr que las instituciones
educativas se constituyan en un espacio que permita pensar y donde sea posible
argumentar éticamente en torno a distintas prácticas de evaluación y transformación.
Instituciones que se interesen en construir una cultura política que permee la
vida cotidiana de la enseñanza y del aprendizaje.
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